El secreto de Kells

Por Javier Ferreirós

En el tiempo en que el embate de la barbarie estuvo más cerca que nunca de borrar para siempre lo más hermoso que  había hecho el ser humano, un grupo de hombres tranquilos, en una isla lejana, salvaban, sin saberlo,  la civilización.

Estamos en el siglo IX después de Cristo: Roma es una ruina lejana; el islam está ocupado haciendo la guerra; los reyes francos son unos hombres rudos a los que el papa de turno se apresura a ceñirles una incómoda tiara imperial; y el emperador de Bizancio, legítimo rey de la humanidad, llora en su suntuoso palacio mientras todo se desmorona.

Al otro lado del mar, en la espesura de los bosques, entre el rumor de los pájaros, los monjes irlandeses continúan con su labor incansable. Están haciendo libros, cuando ya a nadie le importan los libros; libros a los que en su fragilidad se les encomienda la tarea de guardar la sabiduría. Y los monjes también corren peligro: los vikingos están cerca, muy cerca, abriéndose paso a sangre y fuego.

Este es el marco en el que se desarrolla la historia de El secreto de Kells, película de animación del 2009. Nos cuenta, entre otras cosas, la historia del más luminoso de los libros, y podría ser ella misma un libro luminoso. Lo es: los dibujantes que le dan vida son descendientes directos de los miniaturistas irlandeses, y les rinden homenaje a través de sus vivaces y coloristas trazos, del equilibrio logrado entre espirales, líneas rectas y colores, contando una historia de esperanza, tenacidad y resistencia: una vez más, una historia que nos enseña a perseverar para no ser engullidos por la oscuridad.