hypertrofia a granel

Cocineros de la tele: de la revolución campechana a la comida de tarro

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Por Javier Ferreirós

Con la consolidación de nuestra democracia parlamentaria de pacotilla fue desarrollándose un fenómeno paralelo al que no le hemos prestado la atención debida, tratándose como se trata de un excelente indicador de lo que somos: el asentamiento en la parrilla televisiva, primero, de los cocineros campechanos, y la consolidación, después, de los cocineros estrella.

Todos los que asistimos de forma inconsciente, en la mayoría de los casos porque éramos niños, a la consolidación del régimen actual, recordamos vagamente a los primeros cocineros aparecidos en la televisión de la democracia española y su forma de abordar la información que dispensaban: fría y mecánica, mera trasmisión de contenidos. Rehogamos la cebolla. Sonido de fritanga. Metemos la carne en el horno. Silencio. Hasta el próximo programa. Punto.

A mediados de los años ochenta, en paralelo a la Glásnost soviética, surgió una vía más amable de producir un programa de cocina, que conectaba no sólo con el ama de casa como obvio target del programa, y que partía de una cosmovisión con su lógico epicentro en los fogones, pero que no desatendía la inmersión lingüística en el patio de vecinas de la Movida madrileña.

con las manos almodóvar

Me refiero a Con las manos en la masa, presentado por Elena Santonja, y en el que aparecían invitados famosos atándose  el mandil y poniéndose a la faena. Siguiendo a Robert Hughes y su El impacto de lo nuevo, fue como pasar de los cánones del arte egipcio, que dibujaba los pies siempre de perfil, a la ruptura que supuso un pie dibujado de frente en el arte griego. Del hieratismo al movimiento, un paso de gigante.

arguiñano 1991

Unos años después, en 1991, Santonja cedería el testigo al que se revelaría como el Picasso de la comunicación culinaria. Como el potencial lector de esta irrefutable exposición puede adivinar, me refiero a Karlos Arguiñano.  España parecía estar madura para la revolución comunicativa del cocinero donostiarra, y TVE, borracha de alegría con su éxito, se lanzó temeraria a reforzar los logros de semejante revolución con la venta del Telepick, eslabón perdido entre el teletexto e internet. Digamos, simplificando, que el Telepick era una impresora de los contenidos ofrecidos por la televisión pública; así, por ejemplo, el espectador podía imprimir las recetas que proponía  el cocinero vasco. Una vez me hablaron de alguien que conocía a alguien que tenía un Telepick.

Desde aquellos albores en que Arguiñano hizo caminar erguida la comunicación  sartenera y pinchomorunil, nuestra vida cotidiana ha vivido un giro copernicano. Pudimos observar el cambio como un ser omnisciente podría haber observado el fin de la Edad de Piedra con los frutos de las primeras cosechas mesopotámicas y el subsiguiente asentamiento de un poder que hizo posible la construcción de canales de irrigación en todo el Creciente Fértil. Todo el mundo hispanohablante ha visto encanecer la barba del donostiarra a medida que asentaba su fórmula entre chistes verdes, apasionados boleros, ventriloquía con merluzas y tocados capilares elaborados con plátanos.

Ya no hay cocinero televisivo en toda la constelación actual de cadenas que no se presente en cualquiera de las manifestaciones de la campechanía: el amiguete zampabollos, el picaruelo de buen corazón, el yerno perfecto en su imperfección, la vecina consejera y desprendida. Todos ellos emisarios llegados de un mundo de guisos abundantes y administrado por nuestras abuelas, porque en la cocina no-se-ti-ra-na-da.

Y ahora hago como el de Cuarto Milenio, ese Plutarco traqueofláutico de nuestro tiempo: relacionar dos fenómenos paralelos que en apariencia no tienen nada que ver el uno con el otro, sugerir, serendipiar, y ahí me las den todas (por favor, bajen las luces y pongan “Shine On You Crazy Diamond” de fondo): al ritmo de la revolución campechana en la comunicación culinaria ha ido desapareciendo en todas las esferas de nuestra sociedad el tratamiento de cortesía hacia desconocidos, clientes e incluso superiores en la cadena de mando. Ese “y ustedes, señoritas, ¿a qué se dedican?” del doblaje español de La extraña pareja, con un Jack Lemmon precisamente afanado en preparar carne mechada. Para mí no supuso un trauma indicador del fin de la juventud la primera vez que un niño me llamó señor: qué coño, soy un señor. En cambio las multinacionales quieren hacerse pasar por nuestros coleguitas mientras ponen el pie para que no les cerremos la puerta en las narices. Excepción: Vueling ha renunciado al tuteo corporativo porque gran parte de sus clientes son altos ejecutivos, los mismos que obligan a sus empleados a tutearnos. La cuestión es la siguiente: el advenimiento de Arguiñano, ¿ha impuesto la relajación de las costumbres, o es una simple consecuencia de la misma? Conste que, como estudioso del fenómeno y por aquello del rigor científico, debo obviar ahora mi arguiñanismo confeso; como tantos ciudadanos de bien, he visto su programa más de una vez sin que me interesase lo más mínimo qué estaba cocinando o dejando de cocinar. He ahí su Grandeza, con Juan Mari Arzak a su diestra los viernes.

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Una vez asentado en los medios el estamento de los cocineros campechanos, hemos sido testigos como sociedad de un nuevo salto evolutivo, de una transformación con poder absoluto y definitivo, supersaiyajines de nivel 3 con mandil de diseño lanzando ráfagas de platos cuadrados: los cocineros estrella, asentados como dominadores del hábitat mediático allí donde fracasaron los jueces estrella. El cocinero como artista, como demiurgo iluminado y sufriente. Que llora al poner la guinda a su última creación. Aromas, espumas, deconstrucciones. El Bulli como Parnaso al que se le han dedicado documentales glosando sus difíciles comienzos en la bohemia gastronómica de la Costa Brava.

Como en el tronchante relato de Woody Allen sobre el creador del sándwich, en aquellos tiempos tenían que apretarse el cinturón para poder comprar comida y seguir creando. Ferrán Adriá oliendo una rama de hinojo, y tenemos que pagar 500 euros por verlo en esa tesitura, como en una gloriosa viñeta de Pedro Vera; el mismo Ferrán Adriá obteniendo el Doctorado Honoris Causa en Química por la Universidad de la Sorbona. A la sombra de estos kitchen stars se extiende la denominación de “restauradores” referida a los hosteleros, como avergonzándose de una tradición que, mano derecha sobre el recetario de la abuela de la fabada, habían jurado honrar.

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Estos cocineros estrella sólo necesitan de la campechanía a nivel superficial: es una herramienta innecesaria en la cumbre. Hay uno de ellos que todavía intenta sacarle partido en su intento de dominar el mundo: me refiero a José Andrés, el mismo que se fue a EE.UU llevado por su ambición sin límites, el mismo que confesó, tras cortar unas tiras de jamón para Obama, que su objetivo es que haya una paellera en cada hogar yanqui. Una vez se apagan las cámaras, se retira a un rincón oscuro, se frota las manos y lanza una carcajada malévola.

Estos cocineros artistas juegan con la ilusión de un exclusivismo al alcance de todos. Lo último es que ya no quieren estrellas Michelín, el que quiera rendirles pleitesía debe buscar sus restaurantes en lo más profundo de la floresta como quien busca el Santo Grial para darse cuenta al final de que lo que importa es el Santo Grial interior, esto es, que todos tenemos medio limón en la nevera.

Podría hablar de outsiders surgidos con la expansión del dominio de los cocineros por las páginas de cultura de los periódicos; entre ellos Falsarius Chef, o aquel cocinero argentino de la tele que se hacía el italiano mientras cocinaba de madrugada entre tías en pelotas. Pero esa es otra historia que a otros compete. Sólo mencionaré ahora una de las ramificaciones de la productora Asegarce, la manifestación empresarial del poder de Arguiñano: Bricomanía, el programa sobre bricolaje casero conducido por el jovial pelirrojo de los cables pelados, Christian. Tal vez en un universo paralelo existen carpinteros estrella que quitan astillas con su cepillo de titanio a una flamante y bamboleante mecedora entre aplausos y ovaciones de una audiencia planetaria.

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